viernes, 25 de mayo de 2012

Omar Requena Medina -Cuento-



La explatinada rubia concedió su última entrevista, a condición de que fuese publicada sólo después de su muerte. Sería absolutamente sincera, advirtió. A mí, me sorprendió un poco esa repentina hambre de notoriedad, sobre todo tratándose de una persona que ya había probado calar nuevamente en el gran público, sin éxito, durante mucho tiempo.

Vivía en una modesta casita de Albany, rodeada de gatos y pilas de discos que ya no escuchaba (“es que el swing se oye con el cuerpo entero y a mi edad ya no puedo bailar, usted sabe”) En las paredes sucias y descascaradas podían verse fotografías de la mujer en sus años gloriosos, luciendo mallas brillantes, trajes de terciopelo ceñidos a un cuerpo esbelto, hermoso, bien proporcionado. Una talentosa bailarina, aspirante a los mejores espectáculos de Broadway hasta esa aventura que cambiaría su vida para siempre. En un punto de su relato, hizo una pausa para ofrecer café o dulce de membrillo. Me decanté por lo primero.

Pero no debía perder el tiempo. El editor fue claro al pedirme que abreviara en la medida de mis posibilidades y me largara de allí si la conversación con la anciana resultaba un fiasco. Nada de fotografías; o apenas una para acompañar el texto y listo, volver inmediatamente al periódico. Entonces moví los hilos de la charla para conseguir que la viejecita se soltara. Era muy hábil. Descubría mis intentos y daba largos rodeos como venganza. Pese a mi experiencia profesional me sentí azorado, cosa que divertía muchísimo a la mujer. Sin embargo, mi instinto me decía que si soportaba un poco más el juego, llegaríamos al punto en que, de haber algo interesante para contar, sería generosamente recompensado. La anciana pareció cansarse pronto y, cambiando de tono, fue directamente al grano. Ha de saber, joven, que durante aquellos años padecí lo que llamaban “furor uterino”; una condición vergonzosa pero que no me impidió seguir mis irrefrenables impulsos. Yací con toda la tripulación del barco, hasta con el menos atractivo de ellos, tanto en el viaje de ida, como en el de regreso a la civilización.

Sepa usted que no fui raptada por los salvajes: simplemente me ofrecí a ellos a cambio de provisiones y agua potable, ya que la nuestra se había contaminado con mercurio. Entonces quedé prendada de ese modo de vivir, natural y libre; aquellas desnudeces exacerbaron mi necesidad sexual hasta lo intolerable. Al final, como no sabía qué hacer conmigo aquella gente primitiva, y en complicidad con los del barco, decidieron dar caza al monstruo en un claro de la selva. Yo me ofrecí, con una mezcla de miedo e inocencia.

King kong era un gigante dulce y tierno; no la bestia feroz que pinta la publicidad. Ciertamente destrozó a otras jóvenes antes de mí. Pero es que ninguna dio con lo fundamental para mantenerse con vida. ¿Lo adivina? Exactamente… mi querido Kong era una criatura tan ardiente como yo. ¿Le sorprende? Nos hicimos inseparables. Pude vivir con él para siempre, de no ser la ambición y sed de riquezas que nos enferma a todos. ¿Desea más café?

Dije que sí a fin de poder pensar con tranquilidad. Sopesaba mentalmente las posibilidades, ¿asistía a una verdadera confesión, o me tomaban el pelo? Esa no era la historia a la que nos habían acostumbrado por años. El primer impulso fue marcharme, incluso cerré la libreta y devolví el bolígrafo a mi bolsillo. Pero me contuve; quería ver hasta dónde llegaba el asunto. En el periódico, podíamos sacar provecho a los delirios de esa viejecita, con una historia dolorosa y sensiblera. Puse flash a la cámara. Cuando regresó con la otra taza humeante en las manos, una hosca mirada suya reprochó mis intenciones.
-No me gustan nada esos aparatos- dijo. Yo bajé la cámara pero sin separarla de mí.
-Tengo la impresión de que usted no ha creído una palabra de lo que he dicho- continuó. – Oiga, si me promete dejar esa cosa ahí, le mostraré algo que le hará cambiar de opinión.

Acepté y enseguida me condujo al pequeño ático de la casa. Nada fuera de lo común con respecto a otros lugares semejantes; montones de trastos ya inservibles, salvo por un objeto similar a una tina de color gris muy brillante, ubicada al fondo de la pieza y a la que me fui acercando sin darme cuenta. La anciana dijo con voz animada:
-Sí, sí… eche un vistazo a lo que hay allí. Ése es el secreto mejor guardado de esta casa.
No pude adivinar qué podía ser esa cosa larga, negruzca, sumergida en el líquido transparente. Lucía arrugada y algo asquerosa. La viejecita preguntó qué me parecía. Entonces, y recordando su historia, sonreí con picardía. Claro, no podía ser sino….
-Su dedo meñique izquierdo- adelantó ella por mí.- Con él es que Kong y yo hacíamos “travesuras”. ¿O pensaba que era otra cosa? Oh, vamos, con eso que usted piensa me habría matado enseguida; aunque le confieso con honestidad que no me hubiera importado. ¡Fui tan feliz a su lado y le pagué con perfidia! Me dolió su muerte y me las arreglé para quedarme con esa parte suya que tantos goces me proporcionó.

Ni siquiera los seiscientos dólares en efectivo que le ofrecí en el acto, la persuadieron a dejarme fotografiar nada.


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