lunes, 22 de agosto de 2011

JOAN MATEU i MARTI

JOAN MATEU i MARTI nació en Cassa de la Selva (Girona) Catalunya.
Su Abuela, "L'avia Gracieta" le enseñó a amar. Su Abuelo, el "Avi Pitu", le enseñó a ser niño.
León, un pescador, le enseñó la mar. Su padre le enseñó a vivir. Nadie le enseñó a escribir, pero él lo sigue intentando.













RESURRECCIÓN













Maldijo la hora en que su mujer decidió sacarse el título de piloto de avioneta. Por alguna razón desconocida había tenido la premonición de que iba a pasar algo. Aún y así cuando se produjo el accidente quedó terriblemente afectado. La pérdida de su esposa en estás circunstancias y el hecho de encontrarse en un momento en que la vida de ambos era perfecta, ayudó aún más a que no quisiera convencerse de que no la volvería a ver. Pasó un mes deambulando cabizbajo por la oficina y su vida social se diluyó en noches de tristezas y recuerdos. En una de estas largas noches de duermevela, en las que la televisión quedaba encendida, vio entre sueños una película en blanco y negro en la que un hechicero resucitaba, por medio de un conjuro, a un hombre que había muerto. Ni le pasó por la cabeza plantearse la imposibilidad del tema y se agarró a la opción como a un salvavidas. De forma compulsiva pasó una semana recorriendo librerías a la búsqueda de un libro de conjuros con la idea obsesiva de encontrar la fórmula para resucitar a su mujer. Finalmente su búsqueda dio frutos. Lo encontró en un local del barrio viejo, en un compra-venta de libros, "Métodos de reanimación" de S.Plumkier. Pasó dos días sin dormir leyendo los conjuros hasta que encontró el que precisaba. Compró todos los artilugios y materiales que necesitaba para realizarlo y armado de un pico y una pala, a las cuatro de la madrugada, se dirigió al cementerio. Saltó la valla con facilidad y se dirigió a tumba de su esposa orientándose en la oscuridad entre los parterres y los cipreses. Empezó a cavar en silencio, con un ritmo continuado y sin hacer caso al cansancio producido por el esfuerzo, los días de vigilia y la tensión del momento. Al cabo de un rato, que se le hizo eterno, escuchó como la pala tocaba la tapa del ataúd. Retiró la tierra de encima mientras le pasaba por la mente el accidente de avioneta y los días posteriores llenos de tristeza y soledad. Abrió el ataúd con muchas dificultades, haciendo palanca en cada uno de los tornillos que lo aseguraban y saltando finalmente una endeble cerradura dorada. Miró dentro y vio aquella bolsa de plástico gris. Por fin podría verla ya que en el día del entierro no se lo permitieron. Con las manos temblorosas bajó la cremallera y a la luz de la linterna miró al interior. No se atrevió a intentar el conjuro. Nunca había sido bueno con los puzzles. Noche de ánimas Las sombras de nuestros cuerpos bailaban sobre las paredes encaladas de la cocina, jugueteando bajo los caprichos de la luz de carburo que, con su azulada claridad, daba un aire misterioso al ambiente, trasladando al aire esa sensación de ultratumba que requería el momento. Mi abuela, con su moño blanco y el blanco delantal sobre la negra falda, blandía un enorme cuchillo con una hoja ancha y larga que emitía destellos a cada tajo. De no ser porque veíamos la sonrisa en su rostro limpio y sereno desde el otro lado de la mesa, mis tres amigas y yo hubiéramos pensado que intentaba realizar un conjuro o un sacrificio. Aquella tarde, espoleados por la tradición del día uno de noviembre y por seguir estas cosas tan atractivas para los niños como son todas aquellas relacionadas con el más allá y la parte de secretos y misterios que conllevan, habíamos ido saltando y corriendo a los campos de la parte norte del pueblo, donde habitualmente se sembraban calabazas, a buscar las más idóneas para la Noche de Ánimas. Escogimos las que nos parecieron mejores, dando brincos entre los surcos de los sembrados, contrastando la de Neus, llena de chorretones verdes y completamente lisa, con las de Juanita y Adela, que prefirieron unas más grandes, con un rabo largo y muchos granos. Yo elegí una muy ancha y chata con la intención de poder poner más de una vela dentro y que fuera la que diera más luz. Los propietarios de los campos sabían que cada primero de noviembre tenían que pagar un diezmo en calabazas debido a la tradición de las ánimas y no vigilaban sus sembrados este día, así que volvimos al pueblo cargados con el producto de aquel robo consentido, planeando las estrategias a seguir en la noche. La tradición se remontaba más allá del recuerdo: justo después del crepúsculo, los niños del pueblo con sus calabazas convertidas en calaveras por obra y gracia de unos agujeros estratégicamente distribuidos por su rugosa piel y, después de vaciadas, -guardando las pepitas para secar al sol y comer en los días siguientes- se dirigían al cementerio, se escondían en los lindes del camino, detrás de los árboles, en las cunetas o entre los zarzales y allí esperaban agazapados y juntos (el miedo rondaba con las ánimas sueltas) a que los mayores se dirigieran al cementerio. Una vez cerca, se encendían las velas colocadas en el interior de las calabazas vacías y profiriendo murmullos de ultratumba y gritos desgarradores, aparecían ante los familiares que debían asustarse y correr despavoridos al verlos. El camino, desde los campos al pueblo, estaba jalonado de planes de lugares, ensayos de gritos y cuentos de muertos y aparecidos que en la noche de las ánimas tenían más posibilidad de ser verdad que en las demás noches del año. Una vez en la cocina, con las cuatro calabazas sobre la mesa, comprobamos con desolación que hacerles un agujero era una tarea más difícil de lo que habíamos imaginado. Neus, la mayor de la banda, lo intentó haciendo mucha fuerza y no consiguió más que clavar el cuchillo, pero no lo desplazó ni un centímetro. Probamos todos, uno detrás de otro sin conseguir nada... La noche iba llegando y no habíamos podido preparar ninguna de las calabazas. Llegaba la noche y si no conseguíamos transformarlas, no estaríamos a tiempo en el camino del cementerio para asustar a los mayores. A la vista de esto, claudicamos y me fui a buscar a mi abuela, completamente convencido de que ella sabría cómo convertir las calabazas en calaveras - mi abuela sabía de todo -y guardaría el secreto ante el resto de la familia para que así el susto nocturno no perdiera la sorpresa. Ahora, alrededor de la mesa y ya casi anocheciendo en el exterior, nos venían las urgencias mientras observábamos a mi abuela que, sin ningún esfuerzo aparente, iba insertando el cuchillo creando un ojo aquí, una boca con dientes allá, una nariz triangular, otra redonda... Con cara de asco íbamos vaciando con la mano el amasijo de pepitas sobre un papel de periódico, incrédulos de que cupieran tantas en cada calabaza. Ella daba el visto bueno: "No, hay que limpiarlo mejor", "mira, aún quedan en la parte del fondo", "hay que quitar los hilos también, que después podrían encenderse con la vela..." Cuando acabó la operación y las cuatro cabalazas estaban encima de la mesa y las pepitas en un enorme montón a su lado sobre el periódico, nos preguntó: - ¿Tenéis los clavos? - ¿Clavos? ¿Qué clavos? -Dije yo. - Necesitamos clavos para poder atravesar el fondo y que sirvan de soporte a la vela. Así podréis correr con la calabaza levantada sin temor a que la vela se caiga. - Y así asusta más, ¿no? -Dijo Adela. Adela era toda espontaneidad y sus ojos, redondos y grandes, hablaban casi más que su boca. - Sí, -respondió mi abuela sonriendo por el comentario de Adela- así es como más se asusta. Corrimos en tropel -de hecho siempre corríamos todos juntos empujándonos- y buscamos cuatro clavos que llevamos, también corriendo, a mi abuela. - Pero, aquí sólo hay cuatro clavos... - Sí, uno por calabaza... - Pero entonces... ¿Sólo tenéis cuatro calabazas? - Sí, claro, una para cada uno... El rostro de mi abuela se ensombreció. Algo grave estaba pasando y al ver ese cambio de actitud nos quedamos sorprendidos y expectantes. ¿Qué sería lo que habíamos hecho mal? ¿Habíamos olvidado algún conjuro? ¿Habíamos escogido mal las calabazas?. Quedamos todos quietos y pendientes de aquella mujer que nos miraba desde su altura, ahora completamente seria. - Ay no, no es así... Dejadme que os cuente...-Dijo mientras acercaba una silla baja y se acomodaba al lado del fuego.- Sentaos, sentaos y escuchad... Con un ademán distraído bajó un poco la intensidad de la luz de carburo. La noche ya asomaba por la ventana de la cocina pero ante lo que iba a contarnos se pasaron las prisas y nos sentamos a su alrededor. Mi abuela contaba cosas increíbles y sabía de los secretos como nadie. Mirábamos fijamente su cara dulce, enmarcada en aquellos cabellos blancos rematados en moño, que ahora estaba iluminada por el azul del carburo y el rojo de las brasas. Aun así era tranquilo, apacible... Despacio, muy despacio y mirándonos a cada uno a los ojos, empezó a contar: "Hace muchos años, a varios días al norte del pueblo, en una noche como la de hoy, un caballero regresaba a su casa después de un largo viaje. La noche era negra como una cueva y el viento cantaba una trémula canción al acariciarse con las ramas de los árboles. La luna estaba escondida detrás de unas nubes gruesas y oscuras. El viajero empezó a ascender por un camino que tenía bastantes piedras sueltas, por lo que aminoró el paso de su caballo y aupándose sobre él, intentó reconocer la edificación que se encontraba en lo alto de la loma. El camino iba serpenteando sobre sí mismo y subía bruscamente de forma que para poder remontar la pendiente, muchas veces, tras una curva muy cerrada, volvía sobre sus pasos un poco más arriba. En una de las curvas y aprovechando la aparición de la luna vio con claridad el edificio. Las rejas en la puerta, las paredes sin ventanas, los altos cipreses que asomaban por arriba y el pequeño campanario... Era un cementerio. El viajero no se asustó en absoluto, ya que era un hombre poco temeroso de la muerte y solamente se preguntó cuánto tardaría en llegar arriba. En esto estaba cuando le pareció ver movimiento en las puertas del cementerio y, entrecerrando los ojos para ver más claramente, se apercibió de que por la puerta, que se había abierto sin que él se diera cuenta, salían dos filas de sombras, una a cada lado del camino, que empezaban a descender hacia donde él se encontraba. Su movimiento cadencioso hacía que avanzaran lentamente y más que caminar daba la sensación de que se deslizaban sobre el suelo. A medida que se acercaban pudo ver que las figuras estaban cubiertas por lienzos oscuros o por trozos y jirones de ropajes, incluso algunas de ellas traían la cabeza cubierta con una capucha. En la primera curva del camino cada una de las sombras encendió un farol en forma de calavera y lo puso delante, pegado al vientre. En silencio. En un completo y sobrecogedor silencio. El viento se detuvo y la quietud de la noche fue mayor aún. Las siluetas, enmarcadas ahora por el resplandor de las calaveras encendidas, parecían balancearse mientras avanzaban. No producían ningún ruido a pesar de ser más de un centenar. El caballero, a la vista de tan fantasmal procesión salió del camino resguardándose entre los árboles y dando paso franco a la comitiva, que fue desfilando por delante del lugar donde se hallaba ignorando su presencia o haciendo caso omiso de la misma. A medida que iban pasando, descubrió que la luz procedía de una especie de farol hecho con una calabaza en la que se habían taladrado agujeros que formaban ojos, nariz y boca por los que salía la luz. Se mantuvo apartado a medida que la larga fila de sombras pasaba ante él, preguntándose el motivo de tan siniestra procesión, pero manteniéndose medio oculto. A pesar de no sentir temor, algo en su interior lo mantenía apartado de las miradas de aquellos rostros sin ojos. Al final de la comitiva vislumbró una sombra que la cerraba. Iba caminando por el centro del camino y no traía calavera de luz. Salió de su refugio como en un impulso y se dirigió hacia esa sombra, pasando por entre las últimas de la procesión. Al atravesar el cortejo sintió un frío intenso y pensó: "es el frío de la muerte". Pero siguió avanzando sin saber exactamente por qué lo hacía. La última figura se detuvo a su lado en el momento que en se iban a cruzar y pareció esperar a que preguntara. - ¿Puedes decirme el motivo de esta procesión? -Dijo el viajero. - Es la Procesión de las Ánimas, que se realiza cada día primero de noviembre, en el Día de Todos los Santos y antes del Día de Difuntos- respondió una voz susurrante que a pesar de hablar en un tono muy grave le sonó conocida. - Y... ¿Todo el pueblo viene a esta hora tan tardía a la procesión? - No, los habitantes del pueblo no se atreven a venir. Sólo las ánimas participan en esta procesión... La sorpresa del viajero fue enorme. Notó que se le erizaban los cabellos y que una mano helada le recorría la columna vertebral, pero manteniendo su compostura quiso estar seguro de lo que pensaba. - Entonces... ¿Todos los componentes son muertos? - No exactamente, la procesión la componen las Ánimas de los muertos. - ¿Tú también estás muerto? -dijo dándose cuenta de que no sentía ya ningún miedo. Era como si estuviera entre conocidos. - Sí, yo estoy muerta -musitó la sombra. - ¿Y por qué no llevas luz? - Yo soy el ánima de tu esposa, a la que nunca fuiste rezar al cementerio y a quien jamás le llevaste luz..." La cara de Adela asomaba por detrás de la mesa mirando a mi abuela con los ojos más grandes que nunca veré. Neus apretaba mi mano tan fuerte que tenía un dolor intenso en los dedos y el silencio se apoderó de la cocina tras las últimas palabras. Nos miró despacio, lentamente, uno a uno, y dijo en un susurro: "Nadie sabe qué pasó con el viajero, ni a quién contó lo que había visto, ni qué hizo, pero desde entonces, en todas las casas, en la Noche de Ánimas, siempre se hacen un par de faroles de más con calabazas, por aquellas a las que nadie rezó y por aquellas a las que nadie llevó luz..." Aquella noche, en el camino del cementerio, ocultos tras los zarzales y esperando con las calaveras-calabazas en el regazo, preparadas para ser encendidas y asustar a los familiares, había tensión. Miedo y tensión. Los cuatro, pegados los unos contra los otros, esperamos ver aparecer una sombra sin farol e imaginando las excusas que podríamos darle por no tener uno de más para ella. Aquella noche fue larga. Tan larga que ha durado hasta hoy, en que mis dos hijos preparan cuatro calabazas en el día de las ánimas, porque su bisabuela me contó a tiempo que a las ánimas hay que rezarles y sobre todo, hay que llevarles la luz.

2 comentarios:

Ricardo Juan Benítez dijo...

Querido Joan... tus relatos tienen ese algo misterioso, donde sobrevuela las huellas de Poe y Lovecraft. Un abrazo.

Grecia dijo...

Joan, tus letras me atraparon de principio a fin...descriptivas, amenas, ágiles, con un magnífico hilo conductor. El cierre de Resurrección ("Nunca había sido bueno con los puzzles") es un broche de oro, fantástico. de todo corazón, gracias por tan lindo momento...
Grecia(Susana Eiras)

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