lunes, 22 de agosto de 2011

ENTREVISTA AL ESCRITOR ARGENTINO PABLO TOLEDO

    ¡Quién es Toledo?
Según su blog personal:
(¡Lo parió!),
“escribo cuentos y novelas,
doy clases,
hago de periodista, traduzco
Se esconde tras los ojos"
Alfaguara, 2000;
Premio Clarín de novela
"Se muestra a los ojos"

Corría el año 2000. Era octubre para ser más exactos. En el Hotel Claridge se llevaba a cabo la entrega del Premio Clarín de Novela. Una gala conducida por la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, en la que se haría entrega de 50.000 pesos (en concepto de adelanto de los derechos de autor) y una estatuilla concebida por el escultor Luis Pujía al ganador del concurso literario.

Un escritor desconocido de 25 años, Alberto Motasín, caminó con cara de infinito asombro unos pocos metros, que se le deben haber antojado kilómetros. Lo esperaba junto al atril la señora Ernestina Herrera de Noble para hacerle entrega de los palmares por su novela (Se esconde tras los ojos) elegida por un jurado compuesto por: Augusto Roa Bastos, Andrés Rivera y Vlady Kociancich. Curioso privilegio, el alumno superó al maestro en esta premiación: en el mismo acto se hizo entrega de una Mención de Honor a Diego Paszkowski por su novela XXX. A la sazón, Paszkowski es el profesor del ganador en su taller literario.

En esta entrevista vamos a tratar de develar el misterio que se oculta detrás de Alberto Motasín. En principio, un primer secreto: es el seudónimo de Pablo Alejando Toledo.

¿Quién es Toledo? Según su blog personal (¡Lo parió!), “escribo cuentos y novelas, doy clases, hago de periodista, traduzco. "Se esconde tras los ojos" (Alfaguara, 2000; Premio Clarín de novela)
Un currículum más detallado (Alfaguara), “Pablo Toledo nació en Buenos Aires en 1975. Es profesor de inglés graduado del ISP "Joaquín V González" (Buenos Aires), donde dicta la materia Literatura Británica II. Cursa la Carrera de Edición en la Universidad de Buenos Aires. Es colaborador del diario “The Buenos Aires Herald”, en la sección de Educación. Ha publicado cuentos en antologías de autores jóvenes del Centro Cultural San Martín ("Al cerebro mágico lo inventaron los porteños" en "... y otros cuentos", 1995), el Centro Cultural Rojas ("Profesor" en "La Iniciación", 1998), la Editorial Universitaria de Buenos Aires ("Algunas cosas que se rompieron" en "Más y mejores cuentos", 2000) y la Editorial Clásica y Moderna ("Las cosas los años" en "Nuevas narrativas",(2002)”

Mi experiencia personal se remonta a la recomendación de una antología, que a la larga sería antológica, por parte del señor Ariel Bustos. El libro en cuestión era La Joven Guardia (Editorial Norma, 2005), por cierto, muchísimo más interesante que cierta banda musical homónima de mis años mozos.

Era un proyecto comandado por el escritor Maximiliano Tomás, donde Toledo compartía cartel con otras jóvenes promesas de nuestras letras: Florencia Abbate, Gisela Antonuccio, Hernán Arias, Gabriela Bejerman, Félix Bruzzone, Oliverio Coelho, Washington Cucurto, Romina Doval, Mariana Enriquez, Federico Falco, Gonzalo Garcés, Diego Grillo Trubba, Iosi Havilio, Germán Maggiori, Pedro Mairal, Maximiliano Matayoshi, Andrés Neuman, Alejandro Parisi, Patricio Pron, Samanta Schweblin, Juan Terranova y Gabriel Vommaro.

Abusando de la paciencia de Motasín/Toledo, queremos indagar más sobre el ser humano, su lugar de pertenencia, sus afectos, aquellas personas que lo influyeron, sus obsesiones, la inspiración, sus temas.


Allá vamos:

RJB: — Pablo, ¿Dónde naciste? ¿Dónde pasaste tu infancia,
PT: — Nací en Buenos Aires. Viví casi toda mi vida en Caballito, frontera con la
Paternal (en realidad en Villa Mitre, un fantasma catastral que nadie reconoce como propio y, que a veces, se lo disfraza como Caballito Norte), detrás del paredón grande del Hospital Bancario y más tarde a un par de cuadras de ese mismo lugar. Me crié, mayormente, arriba de mi bici, dando vueltas a la manzana o a la Plaza Irlanda. Hice el secundario en el Centro de Buenos Aires y esa zona se volvió mi casa. Años en los que iba de Plaza de Mayo a Corrientes y hasta lo que luego sería Puerto Madero (por entonces era una zona de depósitos y barcos amarrados eternamente), donde había un campo de deportes. A los 25 me mudé a Barracas, el barrio de mi mujer, y desde entonces es mí (nuestro) lugar.


RJB: — ¿Qué influencia tuvo el entorno familiar en tu formación profesional?
TP: — No vengo de una familia de escritores. Sí hay algunos artistas (una tía abuela pintora, un tío director de teatro). Pero quizás hubo dos influencias del entorno: mi abuela a los 4 años vio que reconocía algunas letras y me enseñó a leer, por lo que a los 5 ya leía de corrido. Además
en casa había una biblioteca grande, y variada, a la que tenía acceso irrestricto. Había varias colecciones que fui siguiendo desde muy chico y que me fueron formando como lector: la Robin Hood, la Biblioteca Peuser, la Colección Capítulo (la biblioteca argentina y la biblioteca universal). Quedó claro desde muy temprano que lo que yo hiciera iba a tener que ver con los libros. Siempre tuve mucho aliento y estímulo.


RJB: — ¿Podrías describir a tus padres?
PT: — Papá es químico industrial, mamá es psiquiatra infantil. Los dos fueron adolescentes de los 60 de clase media (media baja mi madre, bastante más acomodada por el lado de mi padre), con una orientación humanística, inmersos en la agitación intelectual/política de la época.

La biblioteca que mencionaba en el párrafo anterior tenía mucha literatura del boom latinoamericano, con Cortázar a la cabeza, un poco de todo. Pero muy marcado por esos años (incluso la Colección Capitulo, y muchos libros de la época de oro de Eudeba con Spivacow, por supuesto) (1)

(1) Boris Spicacow, legendario editor argentino, Primer gerente de Editorial Universitaria de Buenos Aires, fundador del mítico Centro Editor de América Latina. Entre otros premios mereció el Sudamericana de Ciencias Sociales (1989) y el título de Profesor Honorario de la Universidad de Buenos Aires.


RJB: —¿Alguna amistad que te haya marcado en tu vocación?
PT: —Me marcó mucho un amigo de la familia, lector fanático de ciencia ficción, que me prestaba y recomendaba libros. Leí mucha y muy buena ciencia ficción gracias a él. Aprendí, también, lo que es un lector conocedor y amante de una literatura muy específica. De esos tipos que conocen pelos y señales de escritores menores de fantasía en Polonia, y que por lo general nunca los leyó nadie.

Mi tío director de teatro estuvo exiliado hasta que cumplí 10 años. Tanto en su exilio como su regreso, así como también su posterior presencia en los años siguientes fueron marcas fuertes que repercutieron en mi escritura.


RJB: —¿cómo fue tu infancia y adolescencia ¿Tenías alguna pandilla de amigotes? ¿A qué jugaban?
PT: —:Tenía una banda vecinos de mi cuadra, y éramos enemigos mortales de los chicos que vivían a la vuelta. Mucha bicicleta, mucha plaza, poco fútbol (ni como jugador, ni como espectador, me aburre soberanamente).

En la escuela no era muy sociable. Con los años fui metiéndome más en los libros, pasaba más tiempo releyendo alguna novela que jugando en el patio durante el recreo. En la adolescencia encontré amigos que compartían esa inclinación, cuando llegué al secundario y me encontré con otros chicos fanáticos de J. R. R. Tolkien. Lo habían leído más que yo. Conocí más gente que compartía mis lecturas y me recomendaba otras. Que iban a talleres literarios. Ahí empecé a formar círculos y vínculos que giraban alrededor de la literatura.


RJB: —¿Primero fue la formación profesional y luego la vocación de escritor? ¿O al revés?
PT: —Empecé a leer apenas aprendí las primeras letras. A los 5 años ya tenía libros en la mesa de luz (muchos a la vez, no tenía paciencia para seguir las historias de principio a fin. Pero recuerdo los primeros títulos de la Colección Robin Hood: “Artemito y la princesa”, “La colina de los conejos”). De ahí en más, no hubo día sin su página de lectura.

Hay dos mitos de cómo empecé a escribir, uno familiar y el otro lúdico. El familiar es que cuando tenía 4 años mis padres vivieron varios meses separados. Mi hermano y yo nos quedamos en casa con nuestra madre. Yo inventé, en el jardín, un cuento sobre la hormiga reina que vivía sola con las hormiguitas. Como analogía era algo bastante cruda, pero dice la leyenda que por eso mis padres comenzaron a hablar, para ver qué les pasaba a los chicos en ese proceso, y que en esas charlas contribuyeron a la recomposición de un matrimonio que, 32 años y varias tormentas más tarde, aún sigue a flote.

El otro mito es que mi abuelo era contador y tenía en su casa una máquina de escribir Olivetti Lettera 80 que me fascinaba. Eran esos típicos monstruos verdes de hierro fundido que había en todas las oficinas. Yo le robaba hojas y me ponía a tipear con un solo dedo. Amaba jugar con esa máquina. Al principio eran letras o palabras sueltas, después pasaron a diálogos o historias que imitaban las cosas que veía en la tele o en los cuentos que leía. Todo eso vino mucho antes de cualquier formación.

A los 13 comencé a hacer talleres. Primero de periodismo, después literarios; hasta que a los 16 recalé muy de casualidad en el de Diego Paszkowski, con quien trabajé más de 15 años y que es la persona que más me formó como escritor, de quien aprendí el oficio y el rigor; y quien me guió en muchas lecturas.


RJB: —¿Cuáles fueron tus primeras lecturas? ¿Qué autores admirás, tanto en el plano local como en el internacional?
PT: —Mis primeras lecturas fueron desordenadas, la Biblioteca Peuser, la Robin Hood, una mezcla de Mark Twain (“Huck Finn” “Tom Sawyer”), con Louisa May Alcott (“Hombrecitos” “Hombrecitos de Jo”) con “Bomba, el niño de la selva” y los cuentos de la selva de Kipling y Jack London, la historia de “Robin Hood”; toda esa literatura de aventuras. Al tiempo, desde los 6 o 7 años mucha ciencia ficción: Bradbury, Asimov, Clarke, Ursula Le Guin (los libros de Terramar los leí fácil 15 veces cada uno). A los 10 años me regalaron “El Hobbit” y empecé a leer mucho Tolkien. La primera vez que leí a Edgard Allan Poe temblaba de miedo. Eran las 3 de la tarde en el verano y yo me sentía en el medio de un castillo a medianoche. Dejé el libro varias veces porque no me lo aguantaba.

Los argentinos me llegaron, mayormente, más tarde. A los 12 me enganché con los cuentos de Cortázar. Odié, al principio, y después me enamoré mucho de Borges. Me enamoré y desenamoré de García Márquez. Me enamoré de Vargas Llosa.

A los veinticortos descubrí a Saer. Me abrió los ojos a un lenguaje nuevo. Charlie Feiling fue un descubrimiento tardío y, si bien su obra quedó trunca, tiene cosas que me marcaron bastante.

Gracias al Profesorado leí muchísimos clásicos ingleses (hoy doy clases sobre ellos: John Donne, Shakespeare, Jonathan Swift, Jane Austen, John Milton, T S Eliot) y autores contemporáneos que admiro profundamente: David Lodge, Ian McEwan y Kazuo Ishiguro, principalmente, y también Nick Hornby, Hanif Kureishi, tipos de los que amo la obra entera. Isaac Bashevis Singer y Raymond Carver son dos autores a los que vuelvo mucho también, y de los que quisiera que se me pegara algo.


RJB: —Jorge Luis Borges decía que no corregía. Es un tanto difícil imaginar que no fuera simplemente otra trampa dialéctica o algún tipo de humorada al estilo inglés esta afirmación; teniendo en cuenta la perfección de sus prosas, por un lado, y que, por lo general, él pensaba sus escritos en inglés y los pasaba al castellano luego. ¿Qué tan importante es la corrección literaria? Ya que tú eres profesor de inglés ¿Tiene alguna similitud ese estilo borgeano con tu manera de escribir?
PT: —Borges corregía, y mucho. Son claros testigos las ediciones de sus libros a lo largo de los años, en las que nunca dejaba de cambiar títulos, palabras, líneas, eliminar de plano algunos textos. La corrección es todo: la primera versión de un texto es un borrador, un indicio, y la escritura aparece en el pulido que viene después. Yo corrijo mucho mientras escribo, empiezo cada sentada corrigiendo lo que hice antes, y después releo muchas veces las historias ya terminadas. Hace poco participe en una lectura con cuentos que ya estaban terminados y publicados hacía años. El día anterior los llené de correcciones, taché, agregué. Eso lo aprendí con Diego Paszkowski: el rigor y la mirada sin concesiones.

Con lo del inglés, me parece que funciona de otra manera. Es como que cada idioma trae un patrón de pensamiento, una sintaxis, una forma de armar y de jugar. Si uno tiene muy encarnado otro idioma con su literatura, es natural buscar puentes entre esas expresiones. Me pasó mucho con “Se esconde tras los ojos”, donde incorporé muchas formas de armar las frases o decir ciertas cosas, que son transpolaciones o, si se quiere, versiones castellanizadas de cosas que me gusta cómo funcionan en inglés; metáforas que un idioma tiene y el otro no. En ese libro también los personajes tienen mucha influencia del “Paradise Lost” de John Milton (es más, hay un parlamento entero insertado, directamente traduje las líneas y las puse en boca de uno de los personajes), mientras que la estructura en 5 libros replica la función de los 5 actos en una tragedia shakespereana. Después lo fui incorporando de maneras menos "violentas", se hizo algo más orgánico.


RJB: —Creo que, generacionalmente, llegaste tarde al fenómeno de Rayuela... pero, los cuentos de Córtazar ¿te abrieron a nuevas experiencias literarias?
PT: Llegué tarde para Rayuela y las novelas de Cortázar, en general, no me impactaron demasiado (El examen me hizo un eco extraño por ese Buenos Aires transfigurado por la niebla, pero Los premios o la misma Rayuela no fueron lecturas que me impactaran demasiado). Pero sí los cuentos: Bestiario, Final de juego y Cronopios, sobre todo, eran libros que de adolescente releía en un loop eterno. En tercer año del secundario, una profesora de literatura, nos hizo trabajar con varios de ellos; y ya los sentía como algo tan íntimo que me ofendía la mirada crítica —¿cómo se atreve esta señora a hablar con esos términos de algo que tenía tan encarnado? ¿No se da cuenta de que no se puede tratar como si fuera uno de esos sonetos del siglo de oro a los que les contamos las sílabas? ¿Qué más me puede decir sobre ellos?— (y, por supuesto, contra mi soberbia adolescente, esa profesora me enseñó muchísimo en esas clases sobre qué es la crítica literaria, cómo leer en general y cómo leer a Cortázar, en particular). Por Cortázar llegué al surrealismo, el dadaísmo, Boris Vian. Cosas que descubrí gracias a préstamos de la biblioteca del colegio, amigos "avivados" y bibliotecarios despiertos. Más tarde, ya en taller literario, descubrí la vertiente más realista de esa época, con Abelardo Castillo a la cabeza, que me terminó de abrir el panorama. Hasta que leí a Puig y se me fueron los mapas por la ventana.


RJB: —Lo del odio previo y posterior enamoramiento de Borges creo enterdelo, a mi me pasó. ¿Podrías explicarnos el porqué?
PT: —Me enamoré de la magia, de la prosa, de los personajes. Me aburrí de la magia (quizás por el abuso de sus malas imitaciones, quizás porque me comenzaron a atraer autores de un rigor diferente). Encontré prosas que me dieron mucho más. Los personajes y sus historias se me hicieron sobrecargados. Hace rato que no vuelvo, de Los 12 cuentos peregrinos para acá me decepcionó mucho también. Me quedo con los primeros cuentos, con El otoño del patriarca, con 100 años de soledad. El resto, por ahora, no lo extraño.


RJB: —Deduzco que estás completamente de acuerdo con el Nobel de Literatura de Vargas Llosa. Más allá de ciertos dichos y actitudes “políticamente incorrectas”. O sea, parece ser que esta vez la Academia Sueca decidió premiar la excelencia literaria y no un icono político.
PT: —El premio a Vargas Llosa es más que merecido: es un escritor genial. No todos sus libros son exitosos (Los cuadernos de Don Rigoberto, por ejemplo, es intragable, ese erotismo refinado está muy lejos de sus posibilidades), pero los libros en los que conecta son inoxidables, los personajes tienen carne, las historias tienen dientes y la prosa es magia pura. Lo que opine, o no, políticamente me tiene muy sin cuidado (con excepción de nazis, antisemitas y racistas), las opiniones políticas de los artistas, por lo general, no me importan cuando la obra es sólida.


RJB: —Hablemos un poco de "Se esconde a los ojos" ¿cómo surgió el tema? ¿te inspiraste en algún personaje real? Una de las cosas que más me llamó la atención, fue la forma un tanto arcaica de intitular los capítulos. Algo al estilo de Julio Verne o Gastón Leroux ¿Era un efecto buscado, en contraposición a una prosa moderna y lanzada?
PT: —“Se esconde…” comenzó con una anécdota real de un amigo de mis padres que vive en París. Me contó, en cierta ocasión, acerca de una cena ultrapaqueta y aburridísima en la que había estornudado, haciendo mención a que era por su alergia a las ladillas. Las mujeres que tenía alrededor le empezaron a explicar por qué, cada una de ellas, no podía ser la culpable. Esencialmente me dio el primer capítulo servido en bandeja.

Lo escribí como un cuento. Con otros personajes y en una ambientación de nuevo rico, en Puerto Madero en lugar de París. Después de terminarlo, vi que esos personajes pedían ir más allá. Hasta diez páginas antes del final no tenía idea de a dónde iba la historia. Tenía personajes, un tono y ciertas decisiones de forma y temas; pero no una trama cerrada en mi cabeza. Se fue desenvolviendo por su cuenta, a pesar de lo compleja que es, de la cantidad de personajes e historias, con los que el libro va haciendo sus malabares.

Lo de los títulos de los capítulos es muy intencional: traté de trabajar con una serie de contrastes y paradojas, más que nada como una crítica hacia lo que para mí era una década horriblemente vacua. Encontré las mejores armas para trabajarla en ciertas prosas del siglo dieciocho inglés y del Siglo de Oro español, mientras escribía “Se esconde tras los ojos” releía todo el tiempo a Quevedo (la poesía pero también El buscón), Góngora, la sátira del maestro Jonathan Swift, de Alexander Pope (sobre todo The Rape of the Lock), la novela ácida, pero a la vez superficialmente algodonada, de Jane Austen, miradas de acero en guantes de terciopelo, y que por eso eran a la vez más digeribles y más salvajes. Quería hacer también una especie de novela picaresca, con personajes como los fotógrafos o los empresarios, las modelos, un círculo social nuevo que me parecía que se podía trabajar con esas herramientas clásicas.

La idea de dividirlo en libros, de usar los encabezados de los capítulos, incluso el subtítulo largo, era para referir a toda esa tradición de novela. El estilo (muy, pero muy inspirado en Juan José Saer y en el español Justo Navarro) también apuntaba a esos contrastes: grandes frases y metáforas, vueltas de estilo y narración para contar algo que en el fondo es nada, un argumento liviano, intrascendente, chiquito. Contada llanamente, la trama es una pavada. Todo el tiempo tenía presente la idea de la espuma, de algo grande y brillante y vistoso pero que está hecho de líquido lleno de aire. Diez años más tarde, puedo decir que (casi) nadie lo leyó de esa manera, una falla evidentemente mía.


RJB: —Antes de pasar a Tangos Chilangos y Los destierrados, ¿podemos saber algo de tu familia? ¿tu esposa es cómo la de Vargas Llosa? ¿tus hijos influyen en tus temas literarios?
PT: —Tengo una hija de cinco años y un bebé de un año y medio, y una esposa que es lo contrario a la de Vargas Llosa: no despeja el mundanal ruido para que me encierre en mi limbo, sino que me hace bajar a la realidad, e impide que me vaya por las nubes o me crea la burbuja de mí mismo o del mundillo literario. Ella y mis hijos me enseñaron a ver que hay cosas más grandes que cualquier libro, que hay cuestiones absolutas a las que todo lo demás se subordina. Gracias a eso pude comprender que el crecimiento como escritor sólo viene después del crecimiento de la persona. Encontré, hace un par de años, una frase de Hemingway. Decía que, al ir a donde uno tiene que ir, y ver lo que uno tiene que ver, se desafila y se mella el instrumento con el que se escribe; pero que es preferible desafilarlo y mellarlo, aunque después haya que limarlo y afilarlo nuevamente. Tener algo sobre lo que escribir, a tener un instrumento reluciente y nada que decir. Mi familia es a la vez eso que tengo que hacer y el ancla que me conecta con la raíz de la que quiero sacar la mirada para mi escritura. Entonces, no influyen directamente en mis temas (y, estadísticamente, le han hecho un agujero a mi productividad literaria) pero me enseñan, me forman, están de alguna forma en todo lo que hago.


RJB: — Hace algún tiempo Stephen King quiso revivir las novelas por entrega a través de la web. Parece que no le fue muy bien, porque canceló el proyecto. ¿"Tangos chilangos" tienen una intención parecida? ¿podés imaginar el futuro de la literatura digital? ¿se podrá reemplazar al libro impreso?
PT:—Lo de Tangos chilangos no nació como un folletín, sino que era una novela que serialicé para la distribución digital. Aprendí la diferencia al golpearme la cabeza contra la pared (podríamos decir método empírico). Es muy claro cuándo un texto está pensado para tener entregas de extensiones parejas, donde cada entrega cierra redonda. Es la diferencia entre cómo funcionan los bloques de una buena serie de televisión, con lo que pasa cuando una película es separada en bloques con tanda publicitaria (o lo mismo que hace que las novelas que nacieron como folletines no sean tan satisfactorias al leerlas como libros. Esos suspensos cada 30 páginas quedan a veces forzados y no son el mejor ritmo para la narración.

La idea de Tangos chilangos era darle salida a una novela, a la que varias editoriales le habían dicho que no. Me interesaba que se hiciera pública, y lo hice en forma serializada, por lo que veo como una limitación de una lectura en pantalla: nadie se sentaría delante del monitor a leer 200 páginas. Pero unas 10 o 15 páginas por semana están en el límite de la tolerancia. El formato de distribución del texto estaba pensado para que se pudiera imprimir y quedara con una apariencia muy similar a la de un libro impreso. En ese sentido, la distribución digital es una puerta abierta a cualquiera, una liberación muy grande:
—¿No les interesa el libro? A mí sí, y estoy seguro que a algunos lectores también.

En ese sentido fue un éxito, el texto salió de mi computadora y se encontró con lectores, algunos de partes del mundo a las que un libro impreso en Argentina no hubiera llegado, y varios de esos lectores me hicieron devoluciones del texto que me conmovieron.

Pero sigue siendo un texto pensado para ser leído en una página o en algo que la emule. La literatura digital que me interesaría conocer, la veo más en manos de autores que trabajen con formatos que sólo son posibles digitalmente. Que incorporen interactividades o recursos de multimedia, que tengan incluso un formato más parecido a lo que hoy asociamos con ciertos videojuegos o espacios de Internet. Como reemplazo del libro impreso, vi a los actuales lectores y son más prácticos y funcionales de lo que uno supondría. Pero me sigue pareciendo que como objeto el libro es una tecnología superior: indexada, sin batería, tiene un millón de ventajas.

Pero también reconozco sus limitaciones. Yo leo muchos libros de afuera, y traerlos a la Argentina (o buscarlos aquí) es un dolor de cabeza. Es mucho más fácil comprar un texto digital en Amazon y tenerlo en un Kindle en 10 segundos. Los libros, también, se están volviendo muy caros, demasiado. Hay muchos textos disponibles legalmente, todos los autores clásicos y muchos clásicos modernos, que se pueden descargar gratis: este año, por ejemplo, entró al dominio público Francis Scott Fitzgerald. Falta poco para Arlt, y así.

Hay tecnologías intermedias, como la impresión sobre demanda, que me parecen claves y que todavía les falta difusión, un poco de infraestructura. Con la impresión sobre demanda tenés lo mejor de los dos mundos: se distribuyen digitalmente libros reales. Comprás un libro y el archivo digital viaja hasta la imprenta más cercana a tu casa, ahí se imprime y vos pasás a buscar un ejemplar de papel hecho y derecho, es ideal (de hecho así es como se editó mi última novela y como se puede conseguir). Faltan formar hábitos de los lectores, que tengan la información, que esos libros lleguen a los mecanismos azarosos por los que alguien elige un libro (eso de cruzárselo en una mesa de librería todavía no tiene del todo un equivalente digital, los canales de circulación no están cerrados)

Es un futuro del libro que me parece más interesante que el debate de Apple contra Amazon, y las editoriales viendo quién prevalece para ir a arrodillarse ante el ganador.

RJB:— En "Se esconde..." abordaste una época, que pesé a remitirse a tu adolescencia, la pudiste mamar de primera mano. En “Los destierrados”, en cambio, escribís sobre acontecimientos que ocurrieron cuando eras apenas un bebé. ¿Qué tanto se diferenció el método de trabajo entre una y otra? ¿Tuviste mucho trabajo de investigación?
PT:—Fueron dos procesos completamente distintos: Se esconde...fue quizás mucho más instintivo. Donde leí mucho pero relacionado con cosas puntuales de la novela (textos de y sobre fotografía, por ejemplo) o modelos que me interesaba trabajar como textos (crónicas de sociedad de distintas épocas, modelos de sátira, montones de cosas que aparentemente no tenían nada que ver con el libro). El contexto donde ocurría la novela lo tenía mucho más presente, y pisaba sobre seguro al modelarlo.

Con Los destierrados fue más largo, porque primero tuve que buscar la historia, los lugares, construirme los acontecimientos en la cabeza, y recién ahí empecé el otro trabajo, de armar algo sobre eso. Hubo más lecturas históricas, visitas a Federación, gente a la que contacté, recorridas por Barracas. Y eso sólo para estar listo para el trabajo literario. Sentí una responsabilidad enorme, también, al hacer una ficción sobre hechos reales que yo sabía que en un momento se iba a ir a una serie de hechos descabellados: tomo gente desplazada de sus casas por la construcción de las autopistas y las hago vivir en túneles debajo de Buenos Aires. Entonces puede venir el tipo que vive a tres cuadras de mi casa en Barracas y enrostrarme que tomé una de las partes más dolorosas de su vida y la usé para limpiarme el traste.

La ficción es la ficción. Pero hay un material distinto con el que se trabaja en libros como éste y que hace una diferencia absoluta. Por eso la primera presentación de la novela fue en Federación, donde no me conocía casi nadie y tenía todo por fallar. Donde al principio de la charla me miraron con mucha desconfianza y recelo. Pero que a los pocos minutos vieron el tipo de trabajo, las formas en las que había (y no había) contado sus historias, el respeto infinito que tengo por sus dolores y el compromiso que puse en contar la historia que creía que tenía que contar. Eso no habla bien de la novela, que ellos no habían leído para ese entonces, pero me era imprescindible saber que podía contarles lo que había hecho y mirarlos a los ojos. Bueno, no sólo eso, sino que se emocionaron, recordaron, hicieron una noche mucho más potente que cualquier cosa que yo pueda escribir en mi vida. En Se esconde... no me preocupé de ninguna de esas cosas, más bien lo contrario: lo pensé como una sátira, una fábula, y los personajes tenían carne dentro de mí, pero más allá de la historia eran etéreos.

RJB:— En Los destierrados asoma en tu escritura, con asiduidad, la poesía. En tus otras novelas el tono era diferente. ¿cómo surgió la idea de tratar sobre este tema? ¿Cuál fue el disparador?
PT:—El tono de Los destierrados es un poco más lírico, lo siento más cercano al de Se esconde... que al de Tangos chilangos. Era lo que pedía el tema, sobre todo, eran historias muy fuertes, pero a la vez de aristas muy sutiles. La única forma de decir lo que yo sentía que tenía que decir era refinar la expresión, para plasmar exactamente lo que quería, buscar el ritmo y el sonido como para que el texto tenga una respiración afín a eso que se está contando.

El disparador del tema fue doble. Una noche vi en Barracas la secuencia de créditos de una película de Olmedo y Porcel, "Expertos en pinchazos", donde se ve una toma aérea de la construcción de la Autopista 9 de Julio Sur que parecía un bombardeo de la Segunda Guerra. Y eso era a una cuadra del lugar en el que yo estaba viendo la televisión. Ahí empecé a investigar sobre las autopistas, cómo habían partido al barrio, qué había pasado con la gente desplazada, qué había en las manzanas demolidas.

Luego de un par de años empecé a escribir esa historia. Al poco tiempo, en un viaje a Entre Ríos vi un documental sobre el traslado de Federación, una historia que me partió el alma desde el segundo que la conocí y que se potenciaba con la de Barracas. La idea de que los militares habían desaparecido dos lugares, que un barrio y una ciudad no estaban más como eran, que las personas desplazadas eran también exiliadas, pero de un lugar al que ya no había cómo volver (Tangos chilangos y Destierrados, en el fondo hablan de lo mismo).

RJB:—Hemos mencionado a unos cuantos escritores. Para ir cerrando la entrevista, van algunos pocos nombres y me decís lo primero que te venga a la mente: Jack Kerouac, William Burroughs…
PT:—De Kerouac leí sólo “Big Sur”, a Burroughs no lo leí directamente. Sobre los beatniks hay un libro genial de Tom Wolfe, “The Electric Kool Aid Acid Test”, que cuenta el viaje psicodélico de Ken Kesey y una banda de locos (los mismos del grupo de Burroughs) atravesando Estados Unidos a mil por hora, dados vuelta de ácido, desparramando locura. Recién cuando leí eso me terminó de cerrar “Big Sur”, y debería volver a esa época, con esa información en la cabeza.


RJB:—J. D. Salinger
PT:—Salinger me encanta, y es uno de los autores que me fascinaron de adolescente(arranqué con El guardián… y seguí con los 9 cuentos, Franny & Zooey, etc.). Cuando lo releí varios años más tarde, lo redescubrí por completo y me gustó mucho más. Me daba miedo de que la historia de los Caulfield se me agotara en la rebeldía adolescente, que la admiración por los personajes y los cuentos no los trascendiera. Fue exactamente al revés: me gustó mucho más ahí que en las primeras lecturas.


RJB:—Michel Houellebecq
PT:—Leí solamente Partículas elementales y Ampliación del campo de batalla. Me impactó mucho la pluma descarnada, la mirada salvaje. Me pasa con él, quizás, lo que me pasa con Easton Ellis, que me pegó mucho con American Psycho, pero que después me decepcionó con libros que no están a la altura. No sé si es que lo que quería de él ya lo tengo o si me quiero ahorrar una desilusión potencial (quizás me espante también el personaje en el que se convirtió con el éxito en Francia. Actitudes que le perdono, a duras penas, a Martin Amis, pero que a él no sé si le aguantaría). No me dieron más ganas de leerlo.


RJB:—Haruki Murakami
PT:—De Murakami no leí nada. La mitad de la gente me dice que es un genio, la otra mitad que es un inflado insufrible... tendría que agarrar uno de sus libros y tomar partido.


RJB:—Franz Kafka
PT:—Lo leí menos de lo que querría. Es un autor al que le entro en dosis homeopáticas: tengo una edición de los cuentos completos, y los voy leyendo de a uno o dos. Sus novelas son para momentos en los que estoy con la cabeza en condiciones. De todas formas, la lectura de Kafka es de esas cosas que no se terminan. Juega con bordes tan abiertos y profundidades tan extrañas, que importan más los ecos posteriores que el momento de la lectura, entonces una sola de sus parábolas es lectura suficiente para una semana o más.


RJB:—Por último, Pablo, ¿ya estás trabajando en tu próxima novela? ¿Se puede adelantar algo del argumento?
PT:—Estoy trabajando en una novela antihistórica, ambientada en los 70, alrededor de José López Rega, su madre espiritual Victoria Montero y una imaginaria división espiritista de Montoneros. Avanzo muy lentamente, porque necesita mucha investigación (y mi energía está repartida también con mi vida personal/familiar, como te decía arriba). El argumento que tengo en la cabeza necesita de un desarrollo más extenso, de un tipo de narración distinto a lo que venía trabajando hasta ahora. Pero estoy intentando disciplinarme para ponerle tiempos.

Al mismo tiempo voy trabajando, en "recreos", estoy elaborando una serie de cuentos que intentan dar vueltas de tuerca irónicas sobre la figura del arte y el artista; un proyecto de final abierto que me permite intercalar textos cortos en el medio del trabajo de la novela, que por momentos parece infinito.

1 comentarios:

Ricardo Juan Benítez dijo...

Queríamos dejar constancia del agradecimiento de los "escarabajos" por la afabilidad, modestia y erudición (combinación, ciertamente, muy difícil de encontrar en estos tiempos)del señor Pablo Toledo. Un muchas gracias de todo el equipo.

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